"Tiempos difíciles para la política exterior europea", Ben Tonra

Disfrazarse de Estado westfaliano no permitirá a la UE batirse entre potencias. El nuevo entorno geopolítico requiere más creatividad que la demostrada hasta ahora por los europeos.

A lo largo de los últimos años hemos sido testigos de un debate en torno al futuro de la política exterior y de seguridad y defensa europeas. Este debate se ha visto impulsado por diversos acontecimientos: la inquietud acerca del futuro de la OTAN y la garantía de seguridad aportada por Estados Unidos, la salida británica de la Unión Europea, un escenario global cada vez menos seguro, cambios geopolíticos más y más amplios y un incremento en la contestación de las premisas que sostienen el multilateralismo. Las siguientes líneas buscan, en primer lugar, arrojar luz sobre lo que está en juego en la seguridad y defensa europeas a raíz de estos acontecimientos y, a continuación, perfilar el debate subyacente en torno a la respuesta dada por Europa –la llamada “autonomía estratégica”–, ofreciendo finalmente unas pocas reflexiones críticas sobre la actual búsqueda de poder geopolítico por parte de la Unión.

A la hora de hablar de los detonantes del nuevo discurso de poder europeo, en primer lugar hay que señalar que el contraste entre la Estrategia Europea de Seguridad de 2003, “Una Europa segura en un mundo mejor”, y la Estrategia Global de 2016, “Una visión común, una actuación conjunta: una Europa más fuerte”, no podría ser más acentuado. Ha llovido mucho entre las palabras pronunciadas en 2003 por Javier Solana, entonces jefe de la diplomacia europea –“Europa no había sido nunca tan próspera, tan segura y tan libre”– y las de la entonces alta representante, Federica Mogherini, quien hablaba sin ambages de crisis existencial en la seguridad europea. La manera de entender la seguridad en Europa ha variado de manera radical.

El escenario geopolítico lleva algunos años agitado. El revanchismo ruso ya ha socavado –primero en Georgia y luego en Ucrania– un pacto de posguerra fría que, según auguraron algunos de forma prematura, haría que los espacios y patrimonios comunes a toda la humanidad dejasen de estar a merced de una carrera de suma cero entre superpotencias, dando paso a una construcción conjunta de seguridad en la que todos ganarían. Se ha anunciado hasta la saciedad el “retorno” de la geopolítica, evidenciado en la creciente firmeza de China: primero en iniciativas geoeconómicas como la Nueva Ruta de la Seda y, más adelante, en sus maniobras geoestratégicas en el océano Pacífico.

China y Rusia, miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, oponían cada vez más resistencia a los denuedos de EEUU y sus aliados por instaurar una gobernanza mundial a su imagen y semejanza. Este hecho se vio a su vez reforzado por el auge de las fuerzas políticas iliberales en muchas democracias y por la aparición, en otras, de gobiernos autoritarios vehementemente populistas. Todo esto ha puesto en tela de juicio los fundamentos del orden mundial liberal que durante tanto tiempo defendió la UE.

Estos desafíos no se toparon con un sólido frente común. Dentro de la Unión, el ascenso de los populismos e incluso de partidos con tendencias autoritarias es común. Esta circunstancia ha empeorado por la intervención encubierta de fondos de dudosa procedencia, manipulación en redes sociales y campañas abiertas de desinformación. Todo ello se vincula a las crisis financiera y migratoria en Europa, relacionadas entre sí. La primera ha exacerbado las inseguridades económicas endémicas de los modelos económicos liberales; la segunda, la crisis migratoria, derivada de violentos conflictos civiles, Estados fallidos e intervenciones mal ejecutadas en el norte de África, ha intensificado la inseguridad en muchas sociedades europeas.

La victoria de Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2016 tuvo un peso enorme en la reevaluación de la seguridad por parte de los europeos. Las viejas tensiones bilaterales sobre las responsabilidades dentro de la Alianza Atlántica fueron aireadas con estridencia por el presidente estadounidense, quien no solo minusvalora los principios de la OTAN, sino que se burla de ellos abiertamente. Está por ver si Trump es una aberración temporal o la cruda culminación de una larga trayectoria en las relaciones transatlánticas. Esta presidencia, no obstante, ha inaugurado en Europa un debate abierto sobre sus vulnerabilidades de seguridad. La sobria reflexión de la canciller Angela Merkel, según la cual la Unión debe depender más de sí misma, contrasta con la dura condena por parte del presidente francés, Emmanuel Macron, sobre la “muerte cerebral” de la OTAN. Tanto uno como otro, no obstante, persiguen resolver un problema que inquieta a ambos.

Por último, el voto británico a favor del Brexit, en junio de 2016, causó un profundo impacto en los altos funcionarios europeos. Pocos días después se lanzaba la Estrategia Global de la UE. Mogherini hablaría más tarde sobre lo mucho que le habían urgido a retrasar, si no anular, el lanzamiento de la estrategia. La Unión había sufrido un duro golpe y a Mogherini se le insistió que era momento de reflexionar, cerrar filas y reconsiderar la pérdida de peso de Europa en el mundo. En su lugar, Mogherini dio un decidido paso adelante y aprovechó la oportunidad para dejar clara la urgencia de que Europa coordinase correctamente sus capacidades, con el fin de abordar las profundas crisis identificadas por ella. En la estela del Brexit, destacaron las muchas peticiones por parte de líderes europeos de avanzar más y más rápidamente en el fortalecimiento de las capacidades internacionales de la UE.

Resulta interesante comprobar que, dentro de esa amplia agenda, fuese la defensa el elemento en torno al cual la alta representante supo concitar acciones inmediatas. Recalcando el amplio respaldo que la ciudadanía europea otorgaba a una mayor cooperación en defensa, Mogherini describió el enorme potencial de la Unión para incrementar su capacidad en este terreno a un coste menor para los gobiernos nacionales. Para la jefa de la diplomacia europea, profundizar en la cooperación de seguridad y defensa era la opción más accesible en un momento de crisis existencial.

 

La autonomía estratégica, extraño objeto de deseo

Los argumentos en torno a la defensa europea reaparecen y vuelven a caer en el olvido desde hace décadas. En 2016 levantaron el vuelo gracias a la “ambición para proporcionar a la Unión una autonomía estratégica” en el marco de la Estrategia Global. Los orígenes de esta conversación se encuentran en el lenguaje diplomático utilizado en 1998 para resolver las diferencias entre Reino Unido y Francia respecto a la cooperación en defensa dentro de la UE. Negándose a aceptar que se hablase de una potencial defensa y seguridad independientes en la Unión, los diplomáticos británicos que acudieron a la cumbre bilateral de Saint-Malo (Francia) se tranquilizaron cuando empezaron a oír hablar de “capacidad autónoma” para los europeos en el ámbito de la defensa. Muy convenientemente, ocurre que en francés el adjetivo autonome tiene más que ver con la “independencia” que otra cosa.

Este uso creativo del lenguaje resolvió diferencias políticas inmediatas entre ambos países y permitió a los socios europeos dar un paso adelante en la construcción de la llamada Identidad Europea de Seguridad y Defensa. Tras varias cumbres y numerosas revisiones de los tratados, esta identidad se concretó en última instancia en la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD). Sin embargo, no cejaron, a lo largo de ese lapso, las tensiones fundamentales entre los defensores de la OTAN y el atlantismo (encabezados por Reino Unido) y los eurocéntricos de inspiración gaullista (liderados por Francia). Con la ampliación de la UE en 2004, estos debates se recalibraron debido al acceso de nuevos Estados miembros de Europa central y oriental que se sabían dependientes de EEUU en materia de seguridad y defendían firmemente la OTAN.

Así pues, a la vez que se ejercía presión para avanzar en la defensa común y cumplir con los compromisos fijados en distintos tratados y declaraciones políticas, se daba a la autonomía estratégica europea definiciones muy diferentes, e incluso opuestas. Para algunos, la autonomía estratégica consiste en que los miembros de la OTAN que pertenecen también a la UE construyan capacidades para aportar más a las operaciones internacionales de mantenimiento de la paz y, a la vez, participar de manera más asidua en la defensa territorial de la Alianza.

Para otros, la autonomía estratégica ayudaría, al menos en parte, a cubrirse las espaldas ante la posibilidad de que EEUU redefina a la baja su compromiso con la seguridad y defensa europeas o deje de participar en operaciones dirigidas por países europeos. Buen ejemplo de esto fue la reticencia del presidente Barack Obama a participar en la intervención de 2011 en Libia. Las flaquezas europeas quedaron en evidencia cuando la UE se las vio y deseó para lanzar siquiera una modesta intervención militar en su vecindario inmediato. La autonomía estratégica supondría, así pues, dotarse de la capacidad básica necesaria para llevar a cabo en el futuro operaciones como la de Libia. Sottovoce, esta capacidad podría resultar crítica si EEUU se negase a ayudar a sus aliados europeos a hacer frente a las amenazas de seguridad no consideradas en el artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte.

Para un tercer grupo, muy minoritario, la autonomía estratégica sentaría las bases para emancipar Europa de su dependencia de EEUU y auparla a una posición desde la que desempeñar un papel independiente global, en pos de sus propios intereses y valores. Tradicionalmente, este duro argumento gaullista ha disfrutado de pocos apoyos claros en las cancillerías europeas, y se dirige a los programas políticos más federalistas.

Así pues, el centro del debate en torno a la autonomía estratégica se divide, a grandes rasgos, entre quienes ven la necesidad urgente de que Europa asuma una mayor responsabilidad de seguridad –como mínimo, en lo referido a la cobertura ante una posible retirada de EEUU– y quienes temen que cualquier medida en esa dirección acelere el debilitamiento del compromiso estado­unidense. El ejemplo más destacado en este sentido ha tenido lugar en 2020, cuando Trump decidió, sin consultar a sus aliados alemanes, retirar 12.000 soldados de ese país. Todo este debate, en cualquier caso, se ha visto reconfigurado como resultado del Brexit.

El Brexit representa una sustancial pérdida material para la defensa y seguridad europeas. La UE perdió las aportaciones de las redes diplomáticas y de inteligencia que Londres tenía desplegadas a lo largo y ancho del mundo, así como su capacidad militar de amplio espectro (que representaba entre el 20% y el 23% de la capacidad total de la UE). Con más de 40.000 millones de euros, Reino Unido gasta más en defensa que cualquier otro Estado miembro de la UE, y su presupuesto de defensa es el quinto más elevado del mundo. Sin embargo, la marcha de Londres también ha significado el fin de los vetos británicos y de su liderazgo en la coalición atlantista dentro de la Unión.

 

«El Brexit representa una pérdida sustancial para la defensa europea, en términos humanos y materiales, pero también supone el fin del veto británico»

 

El Brexit ha marcado un punto de inflexión importante en los debates en torno a la autonomía estratégica de la UE. Asimismo, dio el pistoletazo de salida a un proceso por el cual Mogherini redactaría un detallado plan para la seguridad y la defensa europeas. Estos esfuerzos han ido a rebufo de las viejas ambiciones de la Comisión, a saber: desarrollar una base tecnológica e industrial de la defensa europea. Desde 2007, la Comisión impulsa un programa de inversión e investigación en nuevas tecnologías y sistemas que contribuyan a una mayor capacidad de seguridad y defensa de los Estados miembros.

El plan de ejecución de Mogherini para la Estrategia Global de la UE traía a un primer plano el concepto de autonomía estratégica y fijaba una ambiciosa agenda de defensa. Se perseguía rediseñar la llamada “agrupación táctica” y planteaba la posibilidad de financiar de forma centralizada las operaciones militares europeas, impulsando el papel de la Agencia Europea de Defensa. Asimismo, el plan garantizó la promulgación de la declaración de la UE y la OTAN sobre Asociación Estratégica; puso en marcha revisiones anuales coordinadas sobre presupuesto y planificación de la defensa; instituyó nuevas estructuras operativas para la Capacidad Militar de Planificación y Ejecución; y estableció la Cooperación Estructurada Permanente (CEP) en el ámbito de la defensa. En su marco se creó un subgrupo de 25 Estados miembros dentro de la PCSD, actualmente dedicada a la puesta en marcha de 47 proyectos específicos para la ampliación de esta capacidad.

Ha sido vital que estos proyectos se solapen con las ambiciones de la Comisión sobre la industria de la defensa, con una propuesta inicial de más de 40.000 millones de euros que se invertirán, a lo largo de los próximos siete u ocho años, en investigación y desarrollo de tecnologías de defensa y en el diseño y adquisición de sistemas de defensa asociados. Todo ello con miras a profundizar en la cooperación en incluso en la integración en algunas áreas de defensa. Llegado 2020, la autonomía estratégica ha adquirido, en efecto, cierto peso e impulso.

 

La fantasía de Westfalia

Para quienes disfrutan ahondando en los arcanos teóricos de las relaciones internacionales, la UE siempre ha planteado un gran desafío. No es un Estado soberano ni una organización internacional como la OTAN o la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE), sino una fusión única de diplomacia interestatal y construcción de políticas democráticas: el non plus ultra de un sistema regional en el que política interna y exterior se entrelazan y dependen una de otra.

Durante un tiempo, los estudiosos buscaron abrir para la Unión un espacio único en el panteón de los actores globales. Dentro de un paradigma políticamente liberal, la UE podría encontrar su lugar en un sistema de gobernanza global en el que participasen Estados, ONG y organizaciones intergubernamentales. Para la escuela realista, la UE podría ser considerada –aun superficial o efímeramente– como un artilugio creado para maximizar el poderío económico alemán o como un esfuerzo colectivo para equilibrar fuerzas o alinearse con un socio más fuerte (bandwagoning). Incluso los marxistas podrían ver en la UE una suerte de herramienta capitalista para la explotación de las poblaciones nacionales y el expolio de recursos y trabajo en países de ultramar.

No obstante, para muchos analistas y también para algunos altos cargos políticos veteranos, la característica definitoria de la UE es el compromiso con una serie de normas universales. Si bien la contingencia cultural de tales normas continúa siento objeto de conflicto, la UE ha cerrado filas en torno a sus valores. Los teóricos han acuñado un nuevo término para nombrar esta capacidad única de un actor político: “poder normativo”. Impulsada por este poder normativo y alineando sus recursos políticos, diplomáticos y económicos, en los albores del siglo XXI la Unión estaba determinada a rehacer a su imagen y semejanza el espacio político global compartido, reestructurando el tejido mismo de la escena global.

Fuera de los círculos académicos, no obstante, tanto los políticos como la ciudadanía se han topado cada vez con mayores dificultades para pensar más allá del marco conceptual del Estado westfaliano. Tradicionalmente, se han considerado competidores de la política exterior europea potencias como EEUU, China y Rusia. La efectividad de la UE como actor global se ha medido de forma sistemática en comparación con la de Estados soberanos unitarios, por lo general los más poderosos desde el punto de vista material y con poderes ejecutivos que acaparan la formulación de políticas públicas.

Encalladas las ambiciones europeas para el cambio del milenio en los escollos de la “nueva” geopolítica, se expande la confusión e inseguridad en el seno del liberalismo democrático liberal. Las normas, leyes e instituciones internacionales son más cuestionadas que nunca. Tras estudiar al detalle el naufragio de la Europa del “poder normativo”, los políticos europeos se plantean una Unión que pueda reclamar el lugar que se merece en el escenario westfaliano sobre el que se representa el drama moderno de la competición entre Estados.

 

«Los atributos que han permitido a la UE reunir a 27 Estados soberanos y convertirlos en un actor mundial le impiden a la vez ser una potencia decisiva en política exterior y defensa»

 

Cabe resaltar que la Unión llevaba tiempo imitando las formas del Estado westfaliano, atendiendo debidamente, empero, a las sensibilidades de sus miembros al respecto de la soberanía. Así pues, declinando la propuesta de crear un puesto de ministro de Asuntos Exteriores de la UE en virtud de la fallida Constitución europea, los Estados miembros acordaron llamarlo “alto/a representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, y vicepresidente/a de la Comisión”. Más que fundar un ministerio de Asuntos Exteriores y un cuerpo diplomático, el Tratado de Lisboa construyó un Servicio Europeo de Acción Exterior, no como institución por derecho propio sino como proveedor de servicios para el alto representante y los Estados miembros. Los ladrillos utilizados, no obstante, eran los mismos que los del Estado westfaliano.

Hoy los líderes europeos tratan de añadir hormigón político para dar a esos ladrillos una forma y peso reales. En 2019, durante la primera rueda de prensa ofrecida después de relevar a Jean-Claude Juncker, la nueva presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, declaró que esta tendría bajo su mandato un marcado carácter geopolítico y se volcaría en los intereses y responsabilidades globales de la Unión. Ese mismo año, en sesión parlamentaria, el alto representante, Josep Borrell, insistió tras su nombramiento: “La UE debe aprender a usar el lenguaje del poder. […] Tenemos las herramientas para hacer una política de poder”. Argumentó a continuación que Europa también debía ­desarrollar “el apetito por el poder”. Poco después, Macron contextualizaba de manera muy específica estas ideas, afirmando: “Debemos trabajar en la construcción de la soberanía europea. […] De lo contrario, Europa desaparecerá dentro del proceso de erosión de Occidente”.

Más allá de la hipérbole, todo lo anterior parece dar a entender que la Unión –y los líderes de sus Estados miembros más importantes– se plantean un proyecto casi westfaliano que debe hablar el idioma del poder, perseguirlo y hacer uso de él. Por supuesto, para los estudiantes de economía y finanzas siempre ha sido así. Reino Unido lo está aprendiendo en sus negociaciones comerciales: no hay poder más brutal que el desplegado por la Unión en defensa de sus intereses económicos. Al mismo tiempo, este capítulo de la historia del poder europeo se antoja muy diferente a todos los anteriores, pues la propuesta es empuñar herramientas que se guardan en la misma sala de máquinas del Estado: las herramientas de la fuerza militar.

Esta circunstancia, sin embargo, plantea una paradoja. Aun dejando de lado las cuestiones éticas derivadas de que la UE se suba al carro de la militarización y desvíe a la defensa recursos para la resolución de las causas profundas de los conflictos, ¿sería capaz de gestionar esta nueva capacidad? Europa no es ni será un actor soberano diferenciado. El despliegue de la fuerza militar es uno de los atributos (legales) exclusivos del Estado soberano, y la UE no es un actor político jerárquico, centrado en el poder ejecutivo. Sus instituciones están desagregadas, su política es consensuada y su poder, difuso. Son estos singulares atributos los que han permitido a la Unión reunir a 27 Estados soberanos y convertirlos en actor mundial. Son estos mismos atributos los que, a la vez, le impiden ser una “potencia” mundial decisiva en la política exterior, de seguridad y defensa. Así pues, para la Unión, hablar el lenguaje del “poder” en este contexto sería, literalmente, hablar una lengua extranjera.

No cabe duda de que la UE hoy vive inmersa en un mundo poco convencional y ha de adaptarse a las circunstancias. Sin embargo, no puede negar su naturaleza ni su ADN en cuanto proyecto de paz continental. Tampoco puede reinventarse como entidad soberana de corte westfaliano. La supervivencia y el éxito en este mundo dominado por la geopolítica requieren más imaginación y creatividad que las demostradas hasta ahora. Intentar hablar esa lengua extranjera del poder militar y jugar a disfrazarse de ajado Estado westfaliano no servirá para representar un melodrama europeo coherente; antes bien, promete una farsa con final trágico. ●