*Autocrítica partidista*, José María Lassalle



12/09/2020 lavanguardia

La pandemia no podrá ser vencida sin la política. Algo que debería hacernos pensar en España qué sucede con esta última. No en balde, son mayoría los que ven la política como una parte del problema que acompaña la gestión de la crisis sanitaria que padecemos. Algo increíble, pues, dentro del funcionamiento de una democracia consolidada, la política tendría que ser un poderoso antiviral que ayudara a controlar los daños que provoca inevitablemente la calamidad pública que sufrimos todos. Por cierto, en eso sin distinciones partidistas.

En este sentido, me atrevo a aventurar que las diferencias de gestión que muestran los gobiernos democráticos en relación con la pandemia, dependen, en buena medida, de cómo se organiza y actúa la política a la hora de trabajar por el interés general y de cómo se relaciona con la sociedad sobre la que opera.

Por tanto, la forma de hacer política no es irrelevante en estos momentos ni tampoco cómo la ejercen sus protagonistas: los partidos políticos. Esta circunstancia debería hacernos pensar qué estamos haciendo mal en España y por qué. Una reflexión compleja que, sin embargo, no puede eludirse al constatarse diariamente el descrédito que sufren los partidos. Sobre todo porque en ellos descansa la política y esta debe ser percibida por la gente del lado de las soluciones. De lo contrario, la política colapsa y gana su enemigo: la antipolítica. Algo que no podemos aceptar, pues, si esta última crece, entonces, lo hacen con ella el populismo y ese vector autoritario que conduce directamente hacia las dictaduras por aclamación.

No hay que olvidar que la intermediación representativa se apoya en los partidos políticos. Y estos son el instrumento que hace viable el pluralismo político que fundamenta la democracia liberal. No puede separarse el crédito de la democracia del respeto que el pueblo muestra hacia sus partidos. Ambos están interrelacionados. Si los partidos pierden ese respeto se ponen las bases para que los ciudadanos busquen otros referentes políticos. Un riesgo inaceptable que, además, da la espalda a la extraordinaria capacidad de acción transformadora que, al servicio del interés general, puede impulsar la política democrática cuando es consciente de sus responsabilidades.

España fracasó cuando los partidos se enfrentaron visceralmente unos a otros. El siglo XIX lo demuestra. Pero también buena parte del siglo pasado. Su incapacidad de diálogo y su frentismo llevaron al sistema político a la perpetuación del colapso nacional. De hecho, las constituciones se sucedieron unas a otras sin continuidad. Se convirtieron, incluso, en un campo de batalla partidista, pues cada bando quiso imponer al otro por la fuerza de las armas o de los números su modo exclusivo y excluyente de ver la política.

España fracasó cuando los partidos se enfrentaron visceralmente unos a otros

Perico PastorPerico Pastor (Perico Pastor)

Una parte importante del retraso histórico de España, así como de las dificultades para consolidar un proyecto de modernidad política, tuvo en la actitud cainita de los partidos un factor determinante. Ellos fueron en gran medida promotores e inductores de atavismos que siguen pesando sobre el imaginario político de una sociedad que evidencia que no ha madurado suficientemente a la hora de representarse a sí misma mediante los partidos que vertebran sus diferentes sensibilidades políticas.

La transición española fue un punto y aparte. Y lo hizo, entre otras cosas, porque los partidos renunciaron a repetir el pasado. Asumieron de forma responsable su función representativa y dieron lo mejor de ellos. Incluso enfrentándose a sus propios electorados para construir un horizonte común. Esto fue mérito de los políticos que los lideraban. Pusieron voz al diálogo y protagonizaron consensos que contribuyeron decisivamente a que tuviéramos una democracia liberal digna de tal nombre.

Es cierto que se obviaron muchas cosas. Entre otras, la sanación adecuada del pasado. Esta quedó reducida a marginar el reproche y sumergirlo en un inconsciente reprimido que no desactivó la tragedia de las dos Españas. En realidad, se pospuso. Se creyó, quizá, con demasiada buena fe, que iría siendo reconducida mediante la experiencia compartida de la democracia. Se pensó con ingenuidad que la construcción de una base común de convivencia pacífica sería suficiente para un país que no la había tenido. Al hacer esto, se olvidó que los ­países que arrastran tragedias colectivas que se gravaron a sangre y fuego en la memoria necesitan algo más. Necesitan desplegar, también, una pedagogía proactiva de cuidados y respeto entre los protagonistas de la política. Especialmente si fueron los artífices, en gran medida, de la tragedia que se quiere olvidar.

España, sin embargo, olvidó pronto. No fue capaz de sanar realmente la estructura de reproches mutuos que acumulaba históricamente nuestro país. Lo fue evidenciando con el paso del tiempo y con el funcionamiento de la política, que reactivó reproches que fueron escalando y demostrando que la sanación real de las culpas recíprocas no se había producido en el fondo consciente de la memoria colectiva.

Desgraciadamente la purga de la memoria fue generacional y selectiva. Se basó en un ejercicio de autocrítica sin reparación simbólica que se localizó en los españoles que vivieron la Guerra Civil y su desenlace político y económico más inmediato durante la posguerra. La ausencia de una lógica de autocrítica reparadora y sanadora no se proyectó, como sí sucedió, por ejemplo en Alemania e Italia, sobre las generaciones venideras. De ahí que el cainismo siguiera latente, enterrado debajo del imaginario simbólico de una sociedad que no educó en el cuidado y el respeto de la otredad, dislocando de raíz las bases deliberativas de la democracia liberal y contribuyendo a que esta fuera real y no una simple inercia basada en el ejemplo de un momento mítico y fundacional como fue la transición española.

La pandemia tendría que ser la oportunidad de retomar el espíritu político que acompañó la transición

La pandemia tendría que ser, precisamente, la oportunidad para retomar el espíritu político que acompañó la transición y desvestirlo de sus errores. Algo que solo podrá producirse si los partidos asumen la autocrítica y no el reproche, la unidad y no la división, pues las decisiones políticas que están eligiendo hacer una cosa y no otra a la hora de combatir la pandemia se basan en las evidencias de daño que provoca el virus a todos por igual.

Algo que debería, por sí solo, reforzar la conciencia de los límites de la política y la enorme fragilidad sobre la que se asienta en estos momentos. Y a partir de ahí, afrontar una sanación respetuosa de la memoria de estos últimos años que nos haga ver en la política una oportunidad para cooperar por el bien común. Algo que exige el dolor inmenso que está liberando y seguirá haciendo la pandemia sin distinción entre unos y otros.