89.- La ciudad de los espíritus; Mark Mazower; 20-III-20

Resultat d'imatges per a LIBER100, 89
recomanacions bibliogràfiques

 

Salònica és allò que volem ignorar d'Europa. Encara més que Königsberg o Trieste.

Que la Ciutat és incompatible amb la Pàtria, amb qualsevol d'elles.

Que els europeus ens hem dedicat prioritària i permanentment a matar europeus.

Que Europa no s'ha autoinflingit Catàstrofe més gran que l'eliminació dels seus de religió jueva.



"La ciudad era 'históricamente griega, políticamente turca, geográficamente búlgara y etnográficamente judía'... una mirada furtiva delata a los armenios; el porte altanero, a los griegos; la perspicacia tranquila, a los judíos." (p. 297)

"En lugar de mostrar como los cristianos ortodoxos que habitaban los pueblos y hablaban valaco, albanés y diversas lenguas eslavas habían llegado con el tiempo a considerarse griegos, los libros de historia describían la conciencia helénica como si hubiera existido siempre." (p. 535)

"La historia de los nacionalistas está hecha íntegramente de falsas continuidades y silencios útiles, de las ficciones precisas para narrar el relato de la cita de un pueblo escogido con la tierra que les ha asignado el destino." (p. 541)

 

http://didaskalos-juanjocastro.blogspot.com/2011/08/la-ciudad-de-los-espiritus-de-mark.html

miércoles, 31 de agosto de 2011

"La ciudad de los espíritus" de Mark Mazower

Por el título podría parecer una novela de intriga, pero el subtítulo deja bien claro cuál es el contenido de este libro: Salónica desde Suleimán el Magnífico hasta la ocupación nazi. Su autor, el británico Mark Mazower, es profesor de historia en la Universidad de Columbia y se ha especializado en la historia de Grecia y los Balcanes. El libro, galardonado con prestigiosos premios, está publicado en español por la Editorial Crítica y ha sido traducido por Santiago Jordán.

Tesalónica o Salónica es una ciudad con una historia apasionante, poco conocida fuera de Grecia. Fundada a finales del siglo IV a. C. por Casandro, uno de los generales de Alejandro Magno, fue una ciudad floreciente en época helenística, romana y bizantina. En 1430 fue conquistada por los turcos, bajo cuya soberanía permaneció hasta 1912, cuando pasó a formar parte del moderno estado griego.

En este pormenorizado estudio de más de 500 páginas Mark Mazower se centra en la historia de la Tesalónica otomana y en los profundos cambios que se produjeron en la ciudad, en la primera mitad del siglo XX, como consecuencia de las guerras balcánicas y las dos guerras mundiales.

Tesalónica fue durante mucho tiempo la ciudad más importante del imperio otomano en territorio europeo. Al poco tiempo de ser conquistada por los turcos acogió a un buen número de refugiados judíos procedentes de la Península Ibérica, de donde habían sido expulsados por los Reyes Católicos. Con el tiempo los judíos se convertirían en el grupo étnico más numeroso de Tesalónica, por delante de turcos y griegos. El ladino o judeoespañol se habló en sus calles hasta bien entrado el siglo XX.

Bajo el dominio otomano convivieron en Tesalónica, no sin fricciones ocasionales, las tres grandes religiones monoteístas: musulmanes, cristianos y judíos. Su aspecto, según relatan los viajeros que la visitaron en los siglos XVIII y XIX, era el de una ciudad típicamente oriental, cuyo elemento característico eran los minaretes de las mezquitas y el trazado tortuoso de sus calles.

La ciudad fue escenario de importantes acontecimientos de la historia turca: fue la cuna de Mustafá Kemal, el padre del moderno estado turco, y en ella se inició en 1908 la revolución de los "jóvenes turcos". Poco después se iba a producir una serie vertiginosa de acontecimientos que cambiaría radicalmente el aspecto y la población de la ciudad: en 1912 tuvo lugar la Primera Guerra Balcánica en la que Grecia, sorprendentemente, consiguió anexionarse el Epiro, las islas del Egeo y Tesalónica, una ciudad en la que el elemento griego era minoritario; dos años después estalló la Primera Guerra Mundial y llegaron a Tesalónica numerosas tropas de las potencias de la Entente; en 1917 un terrible incendio destruyó buena parte del centro; en 1922, tras el desastre griego de Asia Menor, cientos de miles de refugiados llegaron a la ciudad, al tiempo que los últimos musulmanes que quedaban en ella la abandonaban para asentarse en Turquía. Pero todavía quedaba un dramático episodio que iba a terminar de alterar el equilibrio de poblaciones de Tesalónica: la ocupación nazi y la deportación y exterminio de la mayoría de la población judía, unas 45.000 personas según los informes alemanes.

Hoy en día la helenización de la ciudad ha borrado las huellas de su rico pasado multicultural. De ello se lamenta Mark Mazower, que ve en la aparición de los nacionalismos en el siglo XIX y en el desarrollo de los estados-nación la causa última del drama de la limpieza étnica y el éxodo masivo de poblaciones desde los territorios que ocuparon durante generaciones. Gracias al libro de Mazower somos conscientes de que una ciudad totalmente diferente existió hace apenas 100 años en el solar de la actual Tesalónica. De su pasado se pueden extraer buenas lecciones sobre la posibilidad de la convivencia entre culturas y el peligro de fomentar los odios étnico-religiosos.

Para terminar un par de recomendaciones: una página sobre la historia de Tesalónica a principios del siglo XX, y una emotiva evocación de la Tesalónica moderna publicada hace unos meses en la Pasión Griega.

 

 

https://sergiodelmolino.blogia.com/2009/112701-la-ciudad-de-los-esp-ritus.php

LA CIUDAD DE LOS ESPÍRITUS

27 de noviembre de 2009 - Memoria

Mientras leía estos días el monumental y muy recomendable ensayo La ciudad de los espíritus, de Mark Mazower (Crítica), no dejaba de pensar en un libro de Adam Zagajewski titulado Dos ciudades (Acantilado). Dos ciudades es un ensayo íntimo, si es que eso existe, muy emparentado con la literatura de Sebald, en el que el autor polaco reflexiona sobre su identidad a partir de un hecho fundamental y fundacional: el traslado forzoso de su familia en 1945 desde su localidad natal, Lvov, a una antigua ciudad prusiana incorporada a Polonia tras la Segunda Guerra Mundial, Gliwice (nota para afectados por la Logse: una de las consecuencias del tratado de Yalta fue un reparto de Europa en el que las potencias vencedoras impusieron nuevas fronteras. Uno de los cambios más traumáticos fue que Polonia se movió hacia la izquierda, quedando la franja oriental dentro de la URSS y solapando parte de la vieja Prusia en la zona occidental. La población que habitaba la primera zona fue reasentada en las ciudades alemanas, desalojadas a su vez de sus moradores y rebautizadas con nombres polacos. La familia de Adam Zagajewski vivió ese traslado forzoso).

Los padres y abuelos de Zagajewski nunca se acostumbraron a su nueva ciudad, que él abondonó cuando tenía cuatro meses, y conforme iban envejeciendo y el pasado y el presente se iban emborronando en un sentimiento confuso, la vieja y perdida ciudad de Lvov iba materializándose en las calles prusianas sin prusianos de Gliwice. Hay un párrafo muy emocionante que así lo cuenta:

 Recorría las calles con mi abuelo, pero, de hecho, cada uno paseaba por una ciudad distinta (...). [Yo] estaba convencido de que, caminando por las calles de Gliwice entre edificios modernistas prusianos adornados con pesadas cariátides de granito, me hallaba donde me hallaba. Sin embargo, mi abuelo, a pesar de andar a mi lado, en aquellos momentos transitaba por Lvov. Yo recorría las calles de Gliwice y él las de Lvov (...). Después, para cambiar de aires, nos adentrábamos en el Parque de Chrobry, pero él, naturalmente, se encontraba en el Jardín de los Jesuitas de Lvov.

Qué hermosa, sobria y aterradora forma de expresar el desarraigo. Creo que pensaba inconscientemente en Zagajewski -desde luego, más que en Sebald- cuando, en Soldados en el jardín de la paz, escribí sobre los habitantes de la Pequeña Alemania que existió en Zaragoza en los años 20, y lo he hecho conscientemente mientras me emocionaba con La ciudad de los espíritus, la historia de Salónica que ha narrado el historiador Mazower.

Mazower presenta Salónica como una ciudad empeñada en desarraigarse, poblada por gente sin raíces o empeñada en no tenerlas o en echarlas muy lejos de ella. El libro empieza con la conquista de la ciudad por el imperio otomano en 1430, y termina en la guerra civil griega, con un breve dibujo de las últimas décadas. Unos 65 años después de la invasión turca, llegaron decenas de miles de sefardíes expulsados de España y Portugal e invitados por el propio sultán, y hasta los años 20 del siglo XX (cuando empezó una agresiva política de helenización, después de que la ciudad se incorporara al Estado griego en 1912), fueron el grupo social dominante, hasta el punto de que el judeoespañol fue durante siglos el idioma más hablado en una ciudad cuyos habitantes se manejaban en seis lenguas principales (turco, griego, judeoespañol, albanés, valaco y francés, que era la lingua franca de las élites y del comercio).

En unas pocas semanas de 1943, 50.000 judíos sefardíes de Salónica fueron enviados a Auschwitz. Sobrevivieron menos de 1.500, y cuando regresaron a su ciudad descubrieron que su presencia era algo más que incómoda, que no habría complacencia ni consuelo para ellos, que sobraban. Todavía en 1997, tantos años después, el Ayuntamiento se opuso a erigirles un monumento en el centro de la ciudad. Al final se instaló discretamente en la periferia, en una rotonda de la carretera que lleva al aeropuerto.

Mazower se enamoró de Salónica en un viaje hace veinte años, y desde entonces ha vivido obsesionado por su historia. Es decir, por la historia que no se cuenta en los foros oficiales. Al adentrarse en los vericuetos de una ciudad, y no de un país, Mazower desmonta los tópicos nacionalistas y evidencia algo que no por sospechado y sabido es menos sangrante: que la historia y la memoria son instrumentos del poder, que los relatos históricos del pasado se elaboran para justificar el futuro que se quiere construir. Lo sabe muy bien mi amigo Javier Rodrigo, que es experto en la instrumentalización política de la memoria en el debate público.

Los países mienten, maquillan y precisan de retórica para mantener su tinglado a flote. Las ciudades -que casi siempre sobreviven a los países y a los conquistadores: vivo en una que existe desde muchísimo tiempo antes de que ni siquiera se insinuase el país en el que hoy está integrada- lo tienen más difícil. Las ausencias y presencias son difíciles de silenciar, y al relatar la vida urbana sale a la luz buena parte de la mierda que las prístinas y puras naciones tienden a esconder debajo de sus banderas.

Te dejo un pasaje que describe la Salónica otomana de finales del siglo XIX, tan mitificada por los viajeros occidentales por su orientalismo cosmopolita como denostada por los cronistas oficiales griegos por ser parte de un imperio medieval en descomposición:

Es cierto que las ciudades otomanas eran difíciles de descifrar para los visitantes occidentales. Para muchos, como para generaciones de historiadores urbanos de Occidente desde entonces, no se comportaban en absoluto como ciudades. Carecían de espacios públicos como plazas o bulevares; a menudo eran curiosamente silenciosas porque había poco tráfico rodado; de noche quedaban a oscuras y desiertas y las calles no tenían nombre ni números. El primer mapa detallado de Salónica data de 1882 y quedó casi inmediatamente obsoleto por el incendio devastador de 1890. Ni siquiera el tiempo corría tal como lo entendían los europeos, y las llamadas del muecín a la oración no eran de gran ayuda: había pocas torres públicas con relojes, a pesar de lo cual se empleaban como mínimo tres calendarios (cuatro si contamos el judío) y, cuando se preguntaba por la hora, había que precisar si se quería decir alla turca (que comenzaba al amanecer) o alla franca [a la europea]. Los viajeros quedaban comprensiblemente desconcertados, como escribió Lucy Garnett, cuando les hacían preguntas como "¿A qué hora es hoy mediodía?". Para acrecentar la sensación de desorientación, las señales y carteles podían estar escritos en uno de los cuatro alfabetos y las conversaciones que se escuchaban al pasar, en más de seis lenguas, o, en la mayor parte de los casos, en una amalgama siempre heterogénea de todas ellas.

Vamos, que sueltas allí a un notario de Quintanilla de Onésimo y se lía a tiros gritando viva Cristo Rey en menos de cinco minutos.