"Los partidos políticos en el pensamiento español (1783-1855)", Ignacio Fernández Sarasola, II

IV.- LA IDEA DE PARTIDO DURANTE EL TRIENIO CONSTITUCIONAL (1820-1823)

 

4.1.- Las escisiones ideológicas durante el Trienio Constitucional

 

  1. Tras seis años de absolutismo, el pronunciamiento del General Rafael del Riego de 1820 en Cabezas de San Juan logró restaurar la Constitución de 1812. La recuperada vigencia del texto no sirvió para superar la antigua escisión entre liberales y “serviles” que se había ensanchado todavía más durante el sexenio absolutista. El Trienio ofreció, por tanto, la misma división ideológica que la Guerra de la Independencia, basada en la dialéctica de “enemigo/amigo de la Constitución”: por una parte, los “serviles” y los afrancesados, opuestos al texto; por otra, los liberales, partidarios del régimen de libertades que éste traía consigo.
  2. El distanciamiento entre liberales y absolutistas se puso de manifiesto a través de diferentes escritos del Sexenio Absolutista en los que traslucieron algunas referencias a los partidos. La postura absolutista se expuso en el denominado Manifiesto de los Persas, documento redactado en 1814 por 69 diputados de las Cortes ordinarias de 1813 y en el que exponían a Fernando VII los “excesos” de las Cortes de Cádiz. En este documento, que se ha llegado a considerar como un auténtico programa político del grupo absolutista[1], se atacaba el unicameralismo de las Cortes de Cádiz exponiendo que éste fomentaba la formación de “facciones”[2].
  3. En cuanto a los liberales, éstos plasmaron su opinión en el exilio a que se vieron condenados por la persecución de Fernando VII. Entre este grupo existió una imagen doble de partido. Por una parte, los más próximos al ideario jacobino, como El Español Constitucional -dirigido por Pedro Pascasio Fernández Sardino- mantuvieron la idea liberal doceañista de que todo partido equivalía a facción y que, por ende, debía rechazarse[3]. Por consiguiente, en este extremo coincidían con los absolutistas al rechazar los partidos, aunque precisamente por ello negaron la imputación de “los Persas” de que la Constitución de 1812 era una “obra de facción”[4]. Por otra parte, uno de los más destacados liberales, Flórez Estrada, optó por una idea más positiva del partido. Al Manifiesto de los Persas, Flórez Estrada opuso su no menos célebre Representación hecha a S. M. C. el Señor D. Fernando VII en defensa de las Cortes (1818), en la que, aparte de contener un programa político, se refería a los partidos en términos más benignos. El liberal asturiano pretendía en su escrito aunar la voluntad de los afrancesados y liberales, ambos perseguidos por Fernando VII, y no dudaba en designarlos a ambos como partidos[5], en tanto que a los serviles que le habían promovido a dictar el Decreto de 1814 los denominaba como “facción”[6].
  4. A pesar de que durante los seis años de absolutismo las diferencias entre liberales y serviles se incrementaron, lo cierto es que estos dos grupos sufrieron algunas variaciones en sus principios medulares, ya apreciables en 1820. De esta forma, incluso las posiciones más inmovilistas sufrieron una evolución. Así, los absolutistas fueron durante el Trienio más partícipes de las ideas del siglo; deseaban un Monarca absoluto, es cierto, pero ya con el Manifiesto de los Persas había quedado claro que esta forma de gobierno no era incompatible con la presencia de unas Cortes limitadas en sus funciones.
  5. Los afrancesados, por su parte, trataron de acercarse durante el Trienio a los liberales moderados, defendiendo para ello posiciones muy próximas al liberalismo doctrinario francés. En ocasiones llegaron incluso a ir más lejos, asumiendo algunas de las teorías parlamentarias que habían postulado en Francia los ultras durante la presencia de la Chambre Introuvable. El principal vehículo de expresión de estas ideas afrancesadas fue la prensa; de hecho, los periódicos de mayor talla intelectual del Trienio estuvieron dirigidos por este grupo ideológico: así, El Censor, en el que colaboraron Alberto Lista, Sebastián de Miñano y Gómez Hermosilla (este último ex-diputado de la Junta de Bayona), El Universal Observador Español (que después cambiaría su nombre por El Universal) y El Imparcial. Sin embargo, a partir de 1822, aproximadamente, los afrancesados abandonaron la defensa del liberalismo doctrinario para inclinarse, una vez más, por un gobierno autoritario. A ello contribuyeron los ataques a que se vio sometido este grupo durante todo el Trienio: los liberales moderados no acabaron de perdonarles el que hubiesen apoyado a Napoleón, en tanto que los liberales más radicales emprendieron una dura cruzada contra ellos, tachándolos de traidores y serviles. La mentalidad templada de los afrancesados acabó por hacerles preferir el absolutismo de Fernando VII (quien, por otra parte, los había perseguido con saña, aunque no tanta como a los liberales) al radicalismo de muchos liberales, ya próximos a posturas republicanas.
  6. Aparte de la disociación entre partidarios y detractores de la Constitución de 1812, el Trienio supuso también una brecha entre los propios liberales. Durante las Cortes de Cádiz estos se habían caracterizado por una gran unidad que les había permitido imponerse a los realistas en la redacción del articulado constitucional. Charles Le Brun, en su glosa de los partícipes de la Constitución del 12, sólo diferenciaba en esos momentos a los liberales “argüellistas”, es decir, los que se sumaban sin más a las propuestas del “Divino Argüelles”, de los liberales que mostraban una mayor independencia respecto de ese “líder natural” de nuestro primer liberalismo[7].
  7. Entre 1820 y 1823, sin embargo, se produjo una quiebra entre las filas liberales que pone de manifiesto un cambio generacional. Por una parte, los antiguos liberales partícipes directa o indirectamente en la elaboración del texto de 1812; por otra, las nuevas generaciones de liberales, quienes con su impulso revolucionario habían logrado restaurar la Constitución de Cádiz. Esta división fue larvada en los primeros meses del Trienio, pero resultó ya manifiesta cuando a mediados de 1820 el primer gobierno liberal, de Pérez de Castro-Argüelles, decidió trasladar al cuartel de Oviedo al General Riego, lo que provocó las iras de los liberales más radicales, que veían en el General al héroe restaurador de las libertades.
  8. La división entre los liberales dio lugar a dos tendencias: liberales moderados y liberales exaltados. Los primeros se integraban básicamente por “doceañistas”, es decir ex-diputados de las Cortes de 1812, y por antiguos realistas ilustrados, en tanto que los segundos estaban formados por una nueva generación liberal, aunque no faltaban algunos liberales de la Guerra de la Independencia, todavía fieles a los planteamientos sostenidos en 1812 (Flórez Estrada y Quintana).
  9. En un primer momento la escisión entre moderados y exaltados se basó en una interpretación distinta del articulado de la Constitución de 1812. En efecto, la cláusula de intangibilidad temporal absoluta del texto constitucional impedía que se considerasen legítimas las aspiraciones de enmienda del texto. No había lugar a reformar la Constitución, puesto que ésta no era constitucionalmente admisible; sólo podía optarse por la ruptura. Por esta razón, moderados y exaltados defendieron su diferente postura desde dentro del sistema, mediante una interpretación totalmente distinta del articulado constitucional. Los moderados, basados en las nuevas doctrinas que se extendían por Europa (especialmente el liberalismo doctrinario, las teorías de Destutt de Tracy y el positivismo benthamiano), realizaban una lectura distorsionadora del texto: así, pretendían ver en él un gobierno de equilibrio constitucional, menguando el papel de las Cortes en favor del Rey, y considerando al Consejo de Estado como una suerte de “poder moderador”. Los exaltados, próximos al ideario jacobino, eran mucho más fieles a la dogmática originaria de la Constitución, e interpretaban el articulado en el sentido de dominio incondicional del Parlamento, garante de las libertades ciudadanas.
  10. Conscientes los moderados de la futilidad de forzar una intepretación distorsionada del articulado constitucional, acabaron por defender de modo velado la sustitición de la Constitución de Cádiz por un nuevo texto que contuviese un gobierno semejante al que establecía la Constitución francesa de 1814. Sin embargo, esta postura, que patrocinaron los “anilleros”, tendencia más conservadora de los moderados, se tuvo que diseñar en secreto precisamente por la intangibilidad constitucional.
  11. En definitiva, la cláusula de intangibilidad temporal absoluta de la Constitución de 1812 impedía el pluralismo político. Sólo cabía una adscripción incondicional a un texto que, no se olvide, constaba de nada menos que 382 artículos. En consecuencia, la idea de partido tenía muy pocas posibilidades de prosperar en esta dialéctica “amigo/enemigo”. Ello no obstante, precisamente en el Trienio comienza a surgir la idea de partido, como se verá enseguida.

 

4.2.- La primera imagen del partido. El partido como facción

 

  1. Durante los dos primeros años del Trienio, aproximadamente, exaltados y moderados identificaron los partidos con facciones.          Entre los exaltados sólo cabía dos posibilidades: sumarse o no a la Constitución, o lo que era lo mismo, ser defensor o detractor de las libertades. La Nación se había manifestado en favor del texto de 1812, de modo que cualquier otra alternativa se situaba fuera del sistema y de la voluntad nacional. Los liberales, partidarios del régimen de libertades, eran los únicos que podían representar esa voluntad nacional; y siendo ésta unitaria, también lo eran los liberales, entre los que no cabían escisiones. Los partidos se indentificaban, por tanto, como las opciones que se separaban de la voluntad nacional y que estaban representadas por afrancesados y serviles.
  2. Así, en los primeros días de sesiones de las Cortes de Trienio, el diputado exaltado Moreno Guerra empleó varias veces el término “partido” para referirse a los liberales. El Diario de Sesiones muestra el asombro que se suscitó en las Cortes, hasta el punto que los diputados Carrasco, Vargas Ponce y Ezpeleta llegaron a interrumpir al orador “extrañando que usase la palabra partido, como ya lo había hecho otras dos veces, hablando de liberales”[8]. Al finalizar su intervención Moreno Guerra, otro de los líderes exaltados, Palarea, le acabó de reconvenir: “Me he admirado mucho de oir al Sr. Moreno Guerra llamar partido a los liberales: los serviles son un partido; los afrancesados son un partido, pero los liberales es toda la Nación; los liberales no son, ni han sido nunca, un partido; son , lo repito, toda la Nación”[9]. Dos meses más tarde, el exaltado Quintana criticó a la Comisión de las Cortes, que había utilizado la expresión “partido constitucional”, cuando “no era partido el de la Constitución”[10].
  3. Entre la prensa exaltada las ideas eran semejantes. Así se observa en los priemros artículos publicados en El Zurriago, El Amigo del Pueblo, La Colmena y El Espectador, entre otros[11]. Este último periódico insistió en que partido equivalía a facción, a desunión, y que precisamente las intenciones de los afrancesados eran lograr que la unidad liberal se tornase en desunión partidista[12].
  4. Entre las filas moderadas la primera idea de partido fue semejante. Concretamente se aprecia en El Censor, periódico que, dirigido por afrancesados, defendía entonces los postulados del liberalismo moderado más conservador[13]. En septiembre de 1820, este diario publicó un artículo al respecto, con el clarificador título de Espíritu de Partido[14]. El Censor entendía que el partido equivalía a una facción[15], caracterizado por la renuncia al interés general. Así, lo que caracterizaba al partido-facción no era el rechazo a la Constitución, sino, simplemente, el preterir la razón en favor de intereses parciales[16], de modo que los mismos partidarios del texto de 1812 formarían un “partido” si actuaban por intereses egoístas. La Constitución no simbolizaba, pues, la racionalidad, que estaba por encima de ésta. Para El Censor el partido suponía entonces el triunfo de la voluntas sobre la ratio y por ello tendía siempre a la precipitación y al desenfreno[17]. No es de extrañar, por tanto, que los redactores de El Censor identificasen precisamente a los exaltados como un partido, puesto que tenían, a su parecer, todos los elementos de éste: radicalización de posturas y defensa irracional de intereses parciales[18].

 

4.3.- El rechazo del partido como asociación extraparlamentaria

 

  1. La formación de la idea de partido no sólo se vio dificultada por su inicial identificación con facción, sino también por el rechazo del derecho de asociación y, por ende, de su implantación social.
  2. Estas circunstancia se aprecia en los debates que se suscitaron con ocasión de la actividad de las Sociedades Patrióticas, foros de reunión del liberalismo para tratar asuntos políticos y que con frecuencia culminaban con algaradas populares. La actitud de los moderados fue la de limitar estas Sociedades, en tanto que los exaltados realizaron una enconada defensa de ellas que acabó por escindir todavía más las ya maltrechas relaciones entre las dos tendencias liberales.
  3. Los moderados asumieron el ataque de las Sociedades Patrióticas a partir de su idea de que no eran cauce de expresión de la opinión pública, puesto que tendían al extremismo y no al raciocinio. La presencia de estas Sociedades, útiles en su momento para luchar contra el absolutismo, se les antojaba un peligro en un Estado Constitucional, puesto que suponía la creación de cuerpos intermedios entre la sociedad civil y el Estado, dando lugar a “cuerpos concéntricos, o sea (...) un Estado dentro del Estado mismo”[19]. Para fundamentar el rechazo a las Sociedades Patrióticas, los moderados hicieron uso del positivismo benthamiano al que se adscribían. Como es de sobra sabido, Jeremy Bentham había criticado con dureza el iusnaturalismo presente en la Declaración de Derechos francesa[20], y los mismos argumentos utilizaron los moderados. En una sociedad no había más derechos que los civiles, esto es, los establecidos por el Estado. En consecuencia, las Sociedades Patrióticas sólo eran admisibles si existía un derecho positivo que las contemplase, ya fuese el derecho de asociación, ya la libertad de expresión. Ahora bien, por lo que respecta al primero, no estaba recogido en la Constitución, de manera que era un mero derecho de configuración legal disponible plenamente por el legislador. En cuanto a la libertad de expresión sólo figuraba en la Constitución en su vertiente de la libertad de imprenta. Y para los moderados existía una diferencia entre expresarse oralmente, con el riesgo de exaltación que podía conllevar, y exponer las ideas por escrito, con la reflexión correspondiente. En definitiva, las Sociedades Patrióticas no tenían un auténtico fundamento constitucional, de modo que su regulación dependía de la voluntad legisladora, que para los moderados no debía contemplar un derecho que tenía efectos disgregadores para el Estado[21].
  4. Por lo que respecta a los exaltados, aunque defendieron con fuerza las Sociedades Patrióticas, no utilizaron para ello el derecho de asociación, de modo que esta libertad también quedó preterida entre este sector liberal. Para los exaltados el fundamento de estas Sociedades se hallaba en la libertad de expresión que, además, era un derecho natural inalienable, e incluso un derecho constitucional recogido implícitamente en la libertad de imprenta. Los exaltados partían, por tanto, de una concepción iusnaturalista de las libertades, considerando que la reunión de los individuos en sociedad no suponía el cese de los derechos de que se disfrutaba en el estado de naturaleza[22]. Sin embargo, con sus argumentos llegaban a la misma solución que los moderados, esto es, negar el derecho de asociación. Para los moderados éste sólo podía tener un fundamento positivo, para los exaltados las reuniones para discutir cuestiones políticas no se fundamentaban en un presunto derecho natural de asociación, sino en la libertad de difundir libremente las ideas.

 

4.4.- El reconocimiento del partido como grupo parlamentario

 

4.4.1.- Los primeros elementos del sistema parlamentario y la dicotomía entre el partido ministerial y el partido de oposición

 

  1. Aunque no existió la cobertura teórica precisa para que los partidos pudieran percibirse como organización social, desde mediados de 1821 comenzaron al menos a considerarse como organizaciones intraparlamentarias, es decir, como grupos parlamentarios que reunían a diputados con ideología afín. De esta forma, la idea de partido como facción comenzó a superarse.
  2. A esta circunstancia contribuyó el que a partir de 1821 la escisión en el grupo liberal supuso ya una realidad que difícilmente escapaba al análisis de cualquier observador avisado. Así, resultaba preciso nominar las tendencias que se vislumbraban entre liberales, sin confundirlas con las “facciones” que representaban afrancesados y serviles[23]. El “partido” tendió a designar, pues, a moderados y exaltados, en tanto que el término “facción” se reservó generalmente para referirse a los partidarios del absolutismo. En definitiva, los partidos eran una división dentro del sistema de libertades, en tanto que las facciones comprenderían formaciones fuera del sistema. Así se observa en la prensa. Tras una inicial vacilación, en que los términos “partido” y “facción” se utilizaron indistintamente, diarios como La Colmena, El Espectador, El Zurriago o El Amigo del Pueblo comenzaron a referirse a exaltados y moderados como partidos. De esta forma, superaban la primera idea de partido como facción perniciosa que ellos mismos habían contribuido a propagar.
  3. Fuera del ámbito parlamentario se concebía a exaltados y moderados como tendencias ideológicas carentes de organización y líderes determinados, por más que contasen con vehículos de expresión propios (las Sociedades Patrióticas y la prensa) y figuras dotadas de especial carisma (Toreno, Argüelles o Martínez de la Rosa, entre los moderados; Romero Alpuente, Alcalá Galiano y Moreno Guerra, entre los exaltados). Sin embargo, dentro del Parlamento la división alcanzaba contornos más definidos, debido a un cambio en la misma estructuración de las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo.
  4. En efecto, tanto moderados como exaltados pretendieron separar al Monarca de la política estatal activa, en parte por la conciencia de las pocas posibilidades que tenía de sobrevivir el régimen constitucional con Fernando VII. En consecuencia, los ministros comenzaron a aparecer como portadores de un programa político específico, ya fuese moderado o exaltado. En realidad, esta circunstancia ya se había puesto de manifiesto con el primer gobierno liberal, denominado de “los Presidiarios” por integrar antiguos liberales doceañistas encarcelados por Fernando VII desde 1814. La Junta Provisional revolucionaria constituida tras el pronunciamiento de Rafael del Riego había impuesto a Fernando VII estos ministros, que, con la salvedad del Marqués de las Amarillas, carecían de la confianza regia. Así pues, los ministros llevaban a cabo una política a menudo poco acorde con los deseos del Rey.
  5. Los sucesivos ministerios siguieron manteniendo una política propia y en colisión más o menos directa con la voluntad regia. Así, entre 1820 y 1823 se sucedieron tres ministerios moderados (Pérez de Castro-Argüelles, Felíu-Bardají y Martínez de la Rosa) y otros tantos exaltados (Evaristo San Miguel, Flórez Estrada y Calatrava) que tuvieron que defender su política particular ante el Rey y ante la oposición parlamentaria. Tal circunstancia permitió percibir que dentro del Parlamento existían dos partidos: el ministerial y el de oposición. El primero estaba constituido por los representantes que brindaban su apoyo incondicional al Gobierno, en tanto que el segundo lo formaban los diputados que rechazaban su política.
  6. La idea de esta bipolarización del Parlamento no era nueva, pero inicialmente se había visto como una característica inexistente en España, donde la unidad liberal pretendía mantenerse por encima de todo partidismo. Así, en 1820 el diputado exaltado Moreno Guerra se había felicitado de que en nuestro país no sucediese como en Inglaterra, donde existían un “partido ministerial y de la oposición”, o como en Francia, donde existían una “derecha” y una “izquierda” parlamentaria[24]. Entre la prensa el rechazo al “bipartidismo” fue casi unánime entre 1820 y 1821[25]. Los términos de este rechazo eran siempre idénticos: no resultaba admisible un partido que defendiera por sistema al Gobierno, así como debía negarse una oposición irracional que rechazase sin más todo lo que procediera del Ejecutivo. Uno y otro partido suponían una merma de las libertades: el partido ministerial significaba dar rienda suelta a un Ejecutivo que todavía no se había desprendido totalmente de su imagen de personificación máxima del Estado limitador de las libertades; el partido de oposición reflejaba, por su parte, la irreflexión y el intento pertinaz de paralizar el sistema, lo que podía acabar por favorecer a los absolutistas.
  7. Sin embargo, desde 1821, momento en que el cisma liberal resultó evidente, se acepta la distinción entre los partidos ministerial y de oposición no sólo como una realidad, sino como algo incluso útil[26]. La antigua “tensión interorgánica” entre Ministerio y Parlamento se desplazó, pues, dentro del Parlamento, sustituyéndose por una tensión mayoría-minoría parlamentaria. Al principio, el reconocimiento de esta división intraparlamentaria fue velada, y así, entre 1821 y 1822, Calatrava y Argüelles reconocieron sólo implícitamente la existencia de un “partido ministerial”, que designaba a quienes apoyaban al Gobierno[27]. Sin embargo, no tardaron en aparecer referencias expresas.
  8. Dentro del Parlamento, la exposición más relevante del bipartidismo correspondió, como no podría ser de otro modo, a dos de los diputados que conocían mejor el régimen inglés, Antonio Alcalá Galiano y Agustín Argüelles. El primero, con una gran clarividencia, sostuvo la necesidad de que ministeriales y oposición integraran grupos ideológicamente definidos, eliminando las constantes fluctuaciones en las votaciones parlamentarias[28]. Así, incluso propuso la necesidad de instaurar la disciplina de voto entre los integrantes de los dos partidos parlamentarios[29]. Agustín Argüelles, por su parte, realizó la primera definición de los partidos políticos, designándolos como “personas que, divididas en opiniones, forman diversas clases”[30]. Estas diferentes opiniones no sólo afectaban a cuestiones sustanciales, sino que podían consistir también en divergencias sobre “cosas subalternas”, con lo que, sin duda, Argüelles se refería a que exaltados y moderados formaban partidos por más que coincidiesen en “lo sustancial”, a saber, la defensa de la libertad. Para Argüelles, la existencia de partidos no sólo era admisible, sino indispensable para una nación libre[31], un argumento que recordaba las palabras de Ibáñez de la Rentería, aun cuando el enfoque era muy distinto.
  9. En el mismo sentido, el diputado asturiano reconoció que Alcalá Galiano, con su defensa de la bipolarización parlamentaria, había inaugurado el camino de la oposición parlamentaria. Ahora bien, ésta sólo podía tener una virtualidad mínima en España, según Argüelles, ya que faltaba un elemento básico para que pudiera fortalecerse: la compatibilidad de los cargos de ministro y diputado. La compatibilidad permitiría la formación sólida de un partido ministerial liderado por los ministros y, por vía de negación, de un partido opositor que podía pedir cuentas de forma continuada al Gobierno y a la mayoría que lo apoyaba[32]. La relevancia de la intervención de Argüelles residía en haber comprendido el nexo entre el bipartidismo y la compatibilidad de cargos. Al estar presente el Gabinete, y en especial el Primer Ministro, la voluntad parlamentaria se bipolarizaba, dividiéndose en dos grupos: un grupo ministerial, que estaría liderado por los miembros del Gobierno, y un grupo de oposición, que se cohesionaría aún más al estar siempre presentes los ministros, principales blancos de sus críticas.
  10. El concepto de oposición también fue objeto de tratamiento por el interesante periódico moderado El Censor. En sus primeros meses este periódico había seguido la línea habitual del resto de la prensa, criticando el concepto de oposición, al entender nociva la unión entre parlamentarios cuya única regla de conducta era el sistemático rechazo del Gobierno[33]. Sin embargo, a mediados de 1821 cambiaron su parecer respecto de la oposición. Siguiendo posiblemente la autoridad de Fiévée, los redactores de El Censor diferenciaron entre la oposición que se desarrollaba a la sombra, y la “oposición declarada”[34] o, lo que es lo mismo, El Censor diferenciaba entre la “conspiración” y la dialéctica política abierta. Esta última era beneficiosa siempre que asumiese un papel constructivo, dirigiendo su conducta no sólo a derribar al Ejecutivo, sino también a dar alternativas de gobierno[35]. Así pues, sólo era perniciosa una “oposición por exceso”[36], orientada exclusivamente a criticar, e incluso a atacar no ya a los titulares de los órganos, sino a los órganos mismos, lo cual, por otra parte, sólo contribuía a debilitar las instituciones del Estado que la oposición pretendía alcanzar[37]. En definitiva, el concepto de oposición mostraba por vez primera múltiples caras: podía distinguirse la “oposición expresa” de la “tácita” (o “conspiración”) y, aun dentro de la primera, era posible diferenciar entre oposición “constructiva” y “negativa”. De todas estas categorías sólo la oposición expresa y constructiva resultaba admisible y servía para que el régimen prosperase: como en Arroyal y Villava, la dialéctica era positiva, pero -y he aquí la nueva aportación- sólo si se exteriorizaba y se dirigía con un espíritu formativo.

 

4.4.2.- La teoría del “poder moderador” y el “partido regulador”

 

  1. Como acaba de comprobarse, durante el Trienio Constitucional comenzó a superarse la rígida separación de poderes que caracterizaba a la Constitución de 1812. Incluso se replanteó la misma idea tripartita de la división de poderes que se había tomado de Montesquieu. Durante el Trienio se hicieron muy populares las teorías posrevolucionarias que habían cuestionado las enseñanzas de De l’ Esprit des lois, especialmente las derivadas del Sieyès del Directorio, de Destutt de Tracy y de Benjamin Constant.
  2. Como es sabido, Sieyès había diseñado para la Constitución francesa del año VIII una estructuración compleja de poderes que comprendía tanto instancias activas (Cónsules, Consejo de Estado y ministros), como también un Gran Elector, órgano pasivo y meramente coordinador[38]. Destutt de Tracy, por su parte, había afirmado que en todo régimen representativo debía existir un poder conservador, que sería “la clave de la bóveda”, destinado a equilibrar las diputas entre Ejecutivo y Legislativo[39] y que él situaba en una Cámara Alta, al igual que lo haría Benjamin Constant con su “poder representativo de la continuidad”[40].
  3. Durante el Trienio Constitucional los moderados trataron de importar estas teorías, aunque con un éxito relativo. El problema residía en el diseño constitucional del texto doceañista, carente de una segunda cámara donde radicar el “poder conservador” o “moderador”; algo que se agravaba ante la cláusula de intangibilidad temporal absoluta. Los intentos de implantar el poder moderador siguieron fundamentalmente dos vías: una fuera del sistema vigente, seguida por los “Anilleros” (grupo moderado de talante más conservador), quienes trataron de sustituir la Constitución de Cádiz por otra que recogiese el bicameralismo; y una segunda, que propuso reinterpretar la Constitución del 12, otorgando al Consejo de Estado esas funciones moderadoras, que, en realidad, distaban mucho de su diseño original.
  4. Ahora bien, El Censor pretendió de dar cabida al poder moderador sin necesidad de recurrir a una segunda cámara (por más que ésta también formaba parte de sus aspiraciones). Se trataría de lograr que dentro del Parlamento se constituyese un partido intermedio entre el moderado y el exaltado, que en las votaciones basculase entre ambos, a fin de equilibrar sus fuerzas[41]. El “partido regulador”, como denominaba el periódico, debía estar formado por un numero pequeño de diputados que no se caracterizasen por la elocuencia de sus alocuciones, siempre proclive a demagogias, y que con su oscilación en las votaciones impidiese el predominio incondicional de una de las fuerzas parlamentarias.
  5. La propuesta de El Censor pretendía, por tanto, justamente lo contrario de lo defendido por Alcalá Galiano: aumentaría la incertidumbre en las votaciones. Y es que el “partido regulador” no supondría una asociación caracterizada por una ideología definida, sino que cumpliría una función estrictamente constitucional de equilibrio. A pesar de que no es difícil ver en el “partido regulador” la defensa del “justo medio” que en Francia personificaban los liberales doctrinarios, hay que tener en cuenta que, en tanto el grupo de Guizot y Royer-Collard presentaba unos perfiles ideológicos definidos, el “partido regulador” se caracterizaba por lo contrario. Con ello El Censor diseñaba, en realidad, un partido antipartidos. La relevancia de esta idea, sin embargo, reside, por una parte, en otorgar al partido una función constitucional y, por otra, en ver que el equilibrio Ejecutivo/Legislativo podía -y debía- lograrse dentro de la Asamblea, con lo que se convertía en un equilibrio mayoría/minoría o, lo que es igual, partido ministerial/partido de oposición.

 

V.- LA IDEA DE PARTIDO EN EL CONSTITUCIONALISMO ISABELINO (1833-1855)

 

5.1.- Cambio de ideas constitucionales y actitudes políticas: moderados, progresistas y carlistas

 

  1. Con la entrada de la Santa Alianza en el territorio español se derrumbó el Trienio Liberal, poniéndose de manifiesto que el régimen constitucional no podría asentarse en tanto Fernando VII continuase en el poder. Hasta su muerte, en 1833, no sería posible reestablecer un sistema representativo. La denominada “Ominosa Década” (1823-1833) sirvió a los liberales exiliados para plantearse las causas del fracaso de la Constitución de 1812. Bien es cierto que al menos los moderados ya habían cuestionado la Constitución gaditana durante el Trienio, pero la lectura crítica se intensificó a partir del segundo fracaso del texto. A decir verdad, para muchos liberales 1823 supuso el primer exilio, ya que en 1814 gran parte de ellos habían sido recluidos[42]. Los diez años de exilio sirvieron a los liberales, además, para imbuirse de las nuevas corrientes político-constitucionales francesas e inglesas, lo que les llevó a ahondar en la crítica a la Constitución de 1812.
  2. Durante el exilio, la actividad liberal no se vio interrumpida, sino que se manifestó a través de la prensa editada en Francia e Inglaterra, países que habían acogido a los liberales españoles[43]. Este medio también les sirvió para manifestar su idea de partido, que básicamente se dirigió en dos vertientes que, como se verá enseguida, se prolongarían en esencia a lo largo de la etapa isabelina.
  3. Algunos periódicos de talante moderado percibieron la necesidad de acometer una reforma de la Constitución de 1812 o, incluso, de optar por una Carta Otorgada. Lo fundamental era, en todo caso, encontrar una fórmula constitucional de conciliación. El alcance de ésta dependía de la mayor o menor moderación liberal. Así, Canga Argüelles, a través del periódico Ocios de Españoles Emigrados[44], fue partidario de una avenencia entre los “partidos” liberal y servil[45], conciliando las nuevas y viejas ideas a través de un código[46] que bien podía ser una Carta Otorgada[47]. Así, Canga Argüelles no identificaba a los partidos con facciones, pero proponía superar la división ideológica mediante una “fusión de partidos”. Para tal menester, resultaba imprescindible precisamente la actuación del Monarca, auténtico poder moderador que, ejerciendo su poder constituyente, podía otorgar una Constitución que aunara por igual los intereses de los partidos[48].
  4. También optaba por la conciliación Andrés Borrego en El Precursor, periódico editado en Francia, aunque el alcance del compromiso no era tan amplio como deseaba Canga Argüelles. Para Borrego la nación se dividía en dos partidos fuertes, liberales (también denominado partido constitucional[49]) y serviles[50], y un partido minoritario, el integrado por los afrancesados, y al que denominaba también como “facción” enemiga de la libertad[51]. Andrés Borrego, como Canga Argüelles, no identificaba, pues, partido con facción, pero tampoco otorgaba a los partidos una connotación totalmente positiva. En la situación de ausencia de libertad nacional, decía el articulista, era preciso superar todas las divisiones y adherirse a una causa común[52], y ésta podía formarse en torno a la Constitución de 1812, que, aun sin ser del pleno agrado de Borrego, podría cumplir temporalmente la función de “unificar” a las fuerzas liberales[53]. En definitiva, El Precursor proponía la unión y la conciliación, pero exclusivamente entre los liberales, rechazando, pues, a los serviles y afrancesados.
  5. Precisamente a la “desunión” de los partidos atribuía Alcalá Galiano en la Westminster Review, la caída del régimen gaditano. El célebre político, en el que quizá sea el más clarividente artículo del exilio, sólo denominaba como partidos a los liberales exaltados y moderados[54]. A partir de esta división, Alcalá Galiano consideraba que la pérdida de la libertad se debía al grupo que había nacido en el seno de los moderados: la “facción” (según su terminología) de los “modificadores” o “partido de las cámaras”[55]. Por su parte, los exaltados se habían dividido en dos “sectas”, Masones y Comuneros, a los que el autor acaba refiriéndose también como partidos[56]. En definitiva, Alcalá Galiano sólo se refería sin reticencias a los moderados y exaltados como partidos, en tanto que para sus divisiones internas y escisiones utilizaba también el término de “facción”. De este modo, aceptaba el bipartidismo, las diferencias entre los liberales, pero rechazaba el pluripartidismo porque las escisiones internas de los dos grandes partidos eran “facciones” que atentaban contra la libertad. La idea de “conciliación” de Alcalá Galiano era todavía más restringida que la de Borrego: la conciliación debía procurarse dentro de cada uno de los dos partidos liberales, a saber, moderados y exaltados[57].
  6. Las posturas de Canga Argüelles, Andrés Borrego y Alcalá Galiano coincidían, pues, en considerar a los partidos como divisiones ideológicas que no eran perniciosas en sí, aunque  para restaurar el régimen constitucional debían superarse mediante una política conciliatoria más o menos amplia. Sin embargo existió una segunda postura que partía de una idea más negativa de los partidos. Tal postura correspondió al diario El Español Constitucional, publicado de nuevo por Pedro Pascasio Fernández Sardino, en la misma línea que había seguido en el primer exilio. El periódico aceptaba las máximas del sector más radical del liberalismo exaltado, el comunero, adoptando una postura todavía más extrema si cabe que en 1818[58]. Frente a lo que sostenían los liberales moderados en el exilio, Fernández Sardino descartaba toda conciliación; no sólo con los realistas y afrancesados, sino incluso con los moderados, a los que negaba la cualidad de liberales[59]. El Español Constitucional proponía, entonces, una “revolución nacional” en torno a un líder que acabase con todos los partidos[60]. En consecuencia, Fernández Sardino seguía viendo a los partidos como facciones que debían eliminarse, puesto que, a su parecer, no había más opción política que el liberalismo, eso sí, identificado por Sardino con el liberalismo exaltado.
  7. Aparte de las referencias en la prensa editada en el extranjero, la teorización sobre los partidos también se manifestó durante el exilio en el opúsculo El general Mina en Londres desde el año 1824 al de 1829, escrito hacia 1830 por Manuel Llorente. El texto contenía una breve descripción de los partidos españoles: realistas-exaltados, realistas moderados, liberales doceañistas, liberales democráticos-realistas y republicanos[61]. Todo el espectro ideológico político quedaba, pues, clasificado en distintos partidos, de modo que por vez primera se reconocía expresamente el pluralismo ideológico y se utilizaba el término “partido” para designar cualquier postura política, si bien este texto parece tener un carácter excepcional.
  8. En 1834, restablecido el régimen constitucional, España se halla divida en dos grandes grupos políticos: por una parte, los carlistas, partidarios de coronación del Infante Don Carlos; por otra, los liberales. Entre estos últimos, no existía una uniformidad de pareceres, por más que coincidiesen en la defensa de Isabel II y del régimen constitucional. Así, desde 1834 comenzaron a formarse entre los liberales dos sectores diferenciados (ya anticipados en el Trienio) que constituyeron el precedente de sendos partidos políticos: moderados y progresistas.
  9. El grupo moderado surgía de un proceso que se remontaba a los comienzos del constitucionalismo; no es difícil hallar un nexo entre los antiguos realistas ilustrados, el liberalismo moderado del Trienio y el moderantismo de la etapa isabelina. Los moderados constituían, por ello, un grupo de una formación ideológica bastante dispar, que iba desde las posiciones más conservadoras, a otras próximas al liberalismo progresista. Por esta razón estaban en realidad más vinculados por una comunidad de intereses que por una ideología definida[62]. Entre estos intereses cobraba especial relieve el espíritu de concordia y el intento de lograr un orden de “justo medio” donde confluyesen elementos del nuevo y del viejo orden[63].
  10. Aunque más organizados que el grupo liberal progresista[64], los moderados carecían de un programa definido y de una cohesión interna que permita calificarlos de partido. Bien es cierto que desde la época del Estatuto Real trataron de practicar una disciplina de voto, pero ésta fue débil y confusa debido, precisamente, a las disparidades ideológicas de sus integrantes[65]. Éstas quedaron de manifiesto con la formación de diversas “tendencias internas” dentro del grupo moderado: la conservadora autoritaria, representada por Viluma y Bravo Murillo, la puritana, de Pacheco y Pastor Díaz, próxima a los progresistas, y la doctrinaria, de Narváez y Pidal, que representaba una posición intermedia entre las dos tendencias anteriores[66].
  11. Los progresistas, por su parte, eran herederos de los liberales de 1812 y de los exaltados del Trienio Constitucional. Mantenían la idea de soberanía nacional y la defensa de los derechos subjetivos, que deseaban plasmar en una Declaración de derechos. Este grupo estaba todavía menos cohesionado que el moderado, lo que justifica que permaneciese la mayor parte del tiempo en la oposición. Ésta llegó a organizarse mínimamente en las Cortes de 1839 en torno a siete líderes, conocidos como los “siete brillantes”: Calatrava, Olózaga, Sancho, Cortina, Joaquín María López, Roda y Fermín Caballero. Precisamente una mayor unidad les permitió acceder al poder en 1841, donde permanecieron hasta el 43, momento en que las divisiones internas mermaron su integridad de grupo dando de nuevo paso al grupo moderado (que permaneció en el poder durante nada menos que diez años). En realidad, los progresistas ya evidenciaron una división desde el Congreso Constituyente de 1836-1837, momento en que se dividieron entre “legales” y “exaltados”; los primeros admitían las concesiones al moderantismo que encerraba el texto de 1837, en tanto los segundos, que serían el embrión del futuro partido demócrata, se oponían a tales cesiones[67]. Lejos de desaparecer, estas divisiones internas se mantuvieron, y aun en el Congreso de mayoría progresista de 1841, ésta se dividía entre progresistas conservadores (Sancho, Olózaga y Cortina) y radicales (Fermín Caballero y Joaquín María López)[68].
  12. En definitiva, entre 1834 y 1855 se asiste a la formación gradual de dos grupos diferenciados que constituyen el embrión de auténticos partidos políticos. Ahora bien, ¿se tenía conciencia de la idea de partido o, por el contrario, la práctica política no se veía acompañada por una idéntica consolidación doctrinal?

 

5.2.- La ignorancia teórica del partido

 

  1. La progresiva formación de grupos con contornos ideológicos cada vez más nítidos no se vio acompañada por una correspondiente teorización sobre los partidos políticos. Durante el período 1834-1855 un importante sector doctrinal silenció la presencia de partidos políticos.
  2. El desconocimiento del partido en el ámbito social resulta comprensible, puesto que durante este período tanto progresistas como moderados siguieron negando el derecho de asociación. Así, en agosto 1834, el diputado progresista Joaquín María López presentó con un grupo de diputados una petición sobre los “Derechos políticos y garantías de los españoles”, dirigida a paliar la ausencia del reconocimiento de libertades en el Estatuto Real[69]. Entre las doce peticiones que comprendía el documento no se hallaba el derecho de asociación. Éste tampoco quedaría recogido en las Constituciones de 1837 y 1845.
  3. En el ámbito doctrinal se produjo un idéntico desconocimiento, e incluso rechazo, del derecho de asociación. Así, Joaquín María López no incluía en su Curso Político-Constitucional (1840) el derecho de asociación entre las libertades derivadas del derecho natural[70]. Por su parte, el que en su día fuera un destacado liberal exaltado, Antonio Alcalá Galiano, ahora convertido al moderantismo, se refirió al derecho de reunión y asociación, pero con una visión negativa. Alcalá Galiano, a diferencia de Joaquín María López, rechazaba el iusnaturalismo, adscribiéndose al positivismo benthamiano. Los derechos no precedían al Estado, sino que surgían por la voluntad de éste. A partir de aquí diferenciaba tres clases de derechos que un Estado podía conceder a los individuos: los políticos (posibilidad de participar en la adopción de decisiones de los gobernantes), los civiles (protección a la persona y propiedades de los sujetos) y los mixtos (protección de la libertad de expresión que, a la vez, suponía conceder un influjo en la política estatal)[71]. El célebre político situaba la libertad de reunirse para “discutir y resolver sobre varias materias sin excluir las políticas” entre las libertades mixtas. En este sentido, seguía una postura muy semejante a la planteada por los liberales moderados durante el Trienio Constitucional: por una parte, se trataría de un derecho positivo, no natural; por otra, el fundamento se hallaba en la libertad de expresión; finalmente, el ejercicio de este derecho no se circunscribía a la esfera de la sociedad, sino que significaba participar en el Estado. Ahora bien, siendo un derecho que le correspondía al Estado conceder según su criterio (positivismo), Alcalá Galiano consideraba que no debía contemplarse, puesto que resultaba muy perjudicial, ya que podía acabar degenerando en reuniones tumultuarias[72]. De nuevo el espectro de los clubes jacobinos servía para rechazar el derecho de reunión y asociación. El potencial peligro del derecho de asociación lo convertía en un derecho prescindible en un Estado Constitucional: su vertiente civil (contenido de “libertad de expresión”) estaba cubierta por la libertad de imprenta, y su vertiente política (contenido de “participación política”), también lo estaba a través del derecho de sufragio y el derecho de petición.
  4. Sin embargo, la mayoría de la doctrina no sólo desconoció el partido en su dimensión de ejercicio del derecho de asociación, sino también en su vertiente de grupo parlamentario. A pesar de que en las Cortes la división ideológica entre moderados y progresistas resultaba ya una realidad, los tratados de la época no mencionan a los partidos ni como “ser” ni como “deber ser” del régimen constitucional. Así se puede comprobar en los diversos cursos político-constitucionales que se impartieron tanto por progresistas como por moderados: no mencionan a los partidos ni Joaquín María López en el curso que impartió en la Sociedad de Instrucción Pública de Madrid, ni Pacheco o Donoso Cortés en las Lecciones pronunciadas en el Ateneo de la capital española. Apenas Alcalá Galiano se refirió, en este último foro, a los partidos, aunque de forma colateral. La explicación de estas omisiones se halla en la teoría constitucional que postularon estos autores.
  5. La omisión de Joaquín María López se explica por su nexo con los principios del liberalismo doceañista, de los que fue un tenaz defensor. En efecto, en su Curso político-constitucional (1840) seguía manteniendo la idea rousseauniana de la ley como expresión de la voluntad general en su sentido básicamente cualitativo[73]. Por este motivo, para el diputado progresista la voluntad nacional sólo podía ser única, y no cabía reconocimiento de pluralismo político. Los diputados debían tratar de interpretar qué era voluntad general, y no ser expresión de opiniones heterogéneas. El elemento unitario prevalecía, por tanto, en el pensador sobre la idea del pluralismo ideológico.
  6. Donoso Cortés sostuvo en sus Lecciones de Derecho Político (1836-1837) también ideas que difícilmente se podían conciliar con el pluralismo político, aunque tampoco hay que olvidar que dichas Lecciones tenían por objeto esencial el concepto de soberanía. Como es bien sabido, Donoso, aproximándose a Guizot, diferenciaba en el individuo entre voluntad, que suponía libertad e individualismo, y razón, o inteligencia universal. Esta dicotomía suponía una pugna entre el gobernado (esfera de la libertad y, por ende, de la voluntad) y el gobernante (esfera del poder público y de la razón). La soberanía no podía corresponder a la voluntad, puesto que el individualismo supondría una disgregación social. Por consiguiente, la soberanía era un atributo de la razón[74]. Más en concreto, para Donoso Cortes la soberanía correspondía a la clase dominante que en cada momento encarnase la razón. Según Donoso, en el momento concreto en que se hallaba las clases medias encarnaban precisamente la razón y, por tanto, la soberanía[75]. El dominio de la clase media -portadora exclusiva de la razón- resultaba, en consecuencia, absoluto. La minoría discrepante dejaba, entonces, de tener encaje, puesto que no era sino expresión de la libertad-voluntad, es decir, del principio antisocial e individualista[76].
  7. Por su parte, Francisco Pacheco tampoco mencionaba a los partidos en sus Lecciones de Derecho Político (1844-1845), por más que él mismo impulsaría la formación de la Unión Liberal, y había mencionado los partidos en los debates parlamentarios, según habrá ocasión de comprobar. La omisión de los partidos en la obra de Pacheco se aclara a partir de su concepción del bicameralismo. Para Pacheco la presencia de una segunda cámara no debía responder a la pretensión teórica de establecer un cuerpo de contención de los embates populares, sino que debía constituirse sólo allí donde existiesen intereses que debían representarse[77]. A la hora de concretar esos intereses, el político moderado seguía la idea tradicional de que el Senado debía ser una cámara de representatividad especial que diera acogida los intereses de la aristocracia, frente a la cámara baja, donde estaría representada la democracia. La dicotomía se establecía, por tanto, entre democracia y aristocracia, es decir entre intereses sociales. Pero cada uno de estos se consideraba como una unidad: así, la Cámara Baja representaba el interés unitario de la democracia[78], de donde puede desprenderse fácilmente el desconocimiento del pluralismo político.

 

5.3.- El rechazo del partido. La pervivencia de la imagen del partido como facción

 

  1. Durante los veinte primeros años de la etapa isabelina (1834-1855) los partidos no sólo fueron olvidados por gran parte de los tratados político-constitucionales -según se acaba de ver-, sino que incluso se los rechazó abiertamente. A pesar de que la práctica política ponía de manifiesto una división ideológica definida entre los liberales, esta escisión se vio frecuentemente como nociva y fue, por tanto, blanco de numerosas críticas. En definitiva, durante parte del período isabelino el partido no se desprendió de su imagen de facción[79].
  2. Esta identificación se halla presente tanto en pensadores progresistas como en moderados, y responde a diversas circunstancias propias del ideario particular de estos grupos. Ahora bien, existe un elemento común al rechazo del partido por progresistas y moderados: la idea de que existían determinados principios intangibles -derivados ya del derecho natural, ya de la historia- que quedaban al margen de toda discusión. Por consiguiente, se exigía una unidad en torno a principios sustanciales que excluía el pluralismo político.
  3. Entre los liberales progresistas el principio básico e incontestable era la soberanía nacional, de modo que cualquier postura al margen de ésta se consideraba como una opción ilegítima. Toda la nación integraría una unidad indisoluble afín al dogma de la soberanía nacional, frente a la que se situaban las posiciones ilegítimas y parciales que lo negaban: los partidos[80]. Así, en un Manifiesto de la Junta de Madrid, se expresaba sin ambages la idea de que “la soberanía (…) es el verdadero dogma que debe servir de tipo a toda Constitución política”[81]. Este criterio llevaba a Cabrera de Nevares a afirmar categórico que realmente no existían más que dos partidos: “el uno, el de los defensores de la libertad; el otro, el