"De Dios al Pueblo", Mariano Arnal

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Mientras nadie discutió el principio de la soberanía, no se necesitaron ni el concepto ni la palabra. Cada cual tenía que aceptar a su soberano y con eso tenía bastante. Todo soberano lo era por la gracia de Dios, y a partir de ahí no había nada que discutir: Dios era el soberano per se, y el monarca, el príncipe, el emperador, el señor, lo eran por divina delegación. El simple hecho de crear junto al soberano la soberanía, hubiese sido el primer paso para separar al uno de la otra. Por eso no se produjo esta innovación léxica. Sólo cuando se cuestionó la legitimidad del soberano, se separó de él la soberanía. Algo así como separar del autor la autoría, y de la persona la personalidad. Por ahí había que empezar, porque si no, al guillotinar al soberano, se guillotinaba también la soberanía; y eso no podía ser. Solamente despúes de extraerle la soberanía, se le podía cortar la cabeza al soberano, o tenerlo ahí de florero. 

Y eso es lo que se hizo desde las postrimerías del siglo XVIII. Se inventó la soberanía, que hasta entonces había sido de Dios, representado por el monarca de turno. El cambio fue importante. El pueblo pasó a ocupar el lugar de Dios y en él empezó a residir la soberanía. Pero igual que Dios, el pueblo es mudo; y salvo cataclismos, sólo por signos puede expresar su voluntad, que no puede cambiar cada dos por tres, sino cada cuatro años. Y del mismo modo que los representantes de la soberanía de Dios consiguieron siempre que éste se expresara según sus deseos, también los administradores de la soberanía del pueblo consiguen que éste se exprese según sus deseos de dominación concertada.

Mariano Arnal